25 de septiembre del 2016
Estoy sentada frente a la psiquiatra en la clínica de trastornos alimenticios. Estoy en crisis, llorando por un pedazo de tinga que me causó un ataque de ansiedad incontrolable. Entre lágrimas le expreso que ya no quiero vivir porque es la realidad, el internamiento me parece imposible de soportar. Golpeándome las piernas le explico que no tolero mi cuerpo; al grado de ni siquiera poderme poner crema por las noches.
Lloro también por todas las circunstancias que rondan en mi interior: la pérdida de la relación con mi mamá, el odio tan inmenso que siento hacia mi papá, la complicidad de todos los que me rodean y por el hecho de que me siento totalmente loca.
Alma, la psiquiatra, me dice que todo estará bien, que algún día podré alcanzar la recuperación total, pero ¿qué pasa si ni siquiera le creo?
Continuó llorando, intentándole expresar lo difícil que está siendo el internamiento, culpando a la cocinera por la comida llena de grasa, a las terapeutas por sus “suposiciones” acerca de mi vida y al encierro de un mes donde se me limita a media hora bajo el sol.
Lloro porque me siento fuera de sí y es la única herramienta que tengo para expresar el caos emocional que tengo en mi interior.
La psiquiatra me escucha, asiente y me ve con una mirada que me tranquiliza. No dice nada, pero su silencio me hace comprender que es válido lo que estoy sintiendo, lo que no es válido es quedarme en esta sensación de odio y enojo hacia mí y hacia todos los que me rodean.
Sentada en su sillón, me permito sentir todos esos sentimientos desagradables y tomo la decisión más difícil: empezar un proceso de introspección para encontrar lo que me orilló a desarrollar un trastorno alimenticio.
No sé qué pasará dentro de uno, dos o cinco meses, pero lo que si se es que estoy dispuesta a hacer todo el trabajo para salir adelante.
15 de septiembre del 2021
Hace dos meses me mudé a Estados Unidos con mi esposo. Estoy estudiando una maestría que me encanta, pero también me estresa y me reta todos los días. La realidad es que con el tiempo he aprendido que los malos momentos no se acaban, pero depende de nosotros la manera en que abordamos nuestros problemas.
Me siento plena, feliz y mientras escribo estas líneas sonrío ante todo lo vivido en estos últimos cinco años en recuperación.
Sonrió por la relación reconstruida con mi mamá, por el afecto inmenso que siento de parte de mi papá y todo el amor que vuela a mi alrededor. Sonrió porque después de haber vivido un infierno, la vida me regaló una segunda oportunidad.
Aún me siento loca pero no tengo miedo de ello, ¿qué no los más grandes artistas permanecieron toda su vida en locura?
Hay días que lloro mucho pero ahora también río hasta que me duele el estómago y mantengo una gran gratitud hacia mi vida y mi salud mental.
Siento que después de muchísimo tiempo, todo se encuentra en su lugar.
Entonces, agradezco la decisión tomada hace cinco años donde me permití sentir la desagradable y cruda verdad para volverme a construir, más fuerte y feliz.
Honestamente, no sé si el proceso de recuperación ha terminado o si la enfermedad volverá en algún momento. Lo que si sé es que soy valiente, que el infierno se ha ido y que no importa que tan feas se pongan las cosas, tengo la capacidad para salir adelante.
Conozco el dolor, pero también conozco la felicidad y para mí, eso es más que suficiente. Hoy soy feliz porque soy testimonio de que la recuperación total es posible y que, de la anorexia, ya solo quedan rastros.