Estoy sentada en el baño de mi departamento, con las lágrimas saliendo a mares y al ansiedad corriendo por mis venas. Estoy eufórica, tan emocionada y feliz que no puedo pensar claramente. Hay muchos eventos que se avecinan y que me emocionan tanto que hacen que me desborde de la alegría. Lloro porque me da miedo el cambio pero también por la inmensa alegría que siento por al fin ser dueña de mi propia vida.
Estoy próxima a mudarme de país y no puedo evitar sentirme ambivalente ante tan grande decisión de vida, ¿el cambio me vendrá bien? ¿Qué será de mis alumnos y mi familia?, ¿lograré adaptarme a una vida completamente nueva?
Continúo llorando en el piso de mi baño, tomando bocanadas de aire que me permitan recobrar la compostura pero por más que intento, no puedo parar de llorar. Intento pensar en todos los escenarios posibles para tener una pequeña sensación de control pero por más que formuló una idea de lo que será mi vida en Estados Unidos, sigo sintiendo una inmensa ansiedad.
Me permito llorar y hacer un duelo por todo lo que estoy dejando ir; por los momentos que me perderé con mis alumnos, mi nueva sobrina y la cercanía con mi familia. Entonces, al permitirme llorar, también logro sanar todas las heridas que causé y se causaron en los últimos cinco años.
Me recupero para verme al espejo y a pesar de que mi cara está hecha un desastre, ¡por fin me reconozco! Esta soy yo: valiente, perseverante y tenaz. Me calmo, respiro y comienzo a pensar en que todo saldrá bien… mis alumnos saldrán adelante, la relación con mis papás seguirá siendo estrecha y aunque sean por periodos cortos, disfrutaré al máximo a mi sobrina.
Me miro a los ojos y sé que soy suficiente para lograr superar el gran cambio que se avecina y me permito confiar en mis recursos interiores para sobrellevar esta nueva vida. Habrá momentos que probablemente extrañaré pero seguro volveré con más fuerza y más herramientas que me permitan apreciar y valorar todas las maravillas que existen a mi alrededor.