Hay una escena que se repite una y otra vez en mi cabeza: mi mamá llorando desconsoladamente a causa de mi primer internamiento en un café en la esquina de mi casa. Había regresado a Monterrey después de seis meses de estar internada en una clínica para trastornos alimenticios en la Ciudad de México. Era mi primer contacto con ella desde que después de un viaje a Europa, le confesé que tenía anorexia y necesitaba ayuda. Recuerdo poco de lo …