Podría escribir o hablar de esto por horas, buscando expresar cabalmente lo que es vivir todos los días con un trastorno alimenticio. No sé cómo explicarles la continua lucha que libro cada día para rehabilitarme; no sé qué metáfora pueda comunicar lo difícil que me resultar vivir con anorexia, pero si hubiera alguna, te diría que es como un extraño, como un alien que viviera dentro de ti y que todos los días quisiera engañarte, manipularte, hablándote sin parar, diciéndote que sigas sus instrucciones para sentirte bien.
Esta presencia que oprime, angustia y deprime, es resultado de diversos factores como la baja autoestima, la incapacidad de confiar en los demás, y por lo tanto de comunicarse, la distorsión de la propia imagen en el espejo, en fin…
El resultado: vives pensando que la comida es mala, que es un enemigo a vencer; porque esa presencia interior te repite que no comas, que te auto castigues, que te sobreentrenes, o que te laxes.
Quizás suene ridículo, pero las personas que padecemos un trastorno alimenticio, sostenemos una relación de hostilidad con los alimentos que forma parte de nuestra vida cotidiana. Paradójicamente, al mismo tiempo que es doloroso, produce también ciertas satisfacciones. Es decir: a menudo, la sensación de hambre o el hueco en el estómago te hace sentir empoderada, así como ver la báscula bajar. Es como una droga; te haces adicta a bajar de peso, pero al mismo tiempo te sabes atrapada sin salida. Porque cualquier evento social tiene comida, y por lo tanto, produce una lucha interior angustiosa y muy desgastante…
Tener anorexia es querer comer y a la vez querer morir de hambre; es querer ser normal, alimentarte como el resto de las personas, pero tener la certeza de que al hacerlo te sentirás vil y miserable. Es estar en los huesos, saber que estás enferma y al mismo tiempo odiar tu cuerpo, que simplemente detestas.
Esta enfermedad te hace vivir en dualidad: con un pensamiento sano y el otro enfermo. Tu parte sana te invita a sucumbir a los placeres que te da la vida, a la suculenta comida y te hace olvidar por momentos, tu insatisfacción corporal. Por otra parte, tu parte enferma te hace sentir tan ajena a tu propio cuerpo que al verte al espejo, no eres capaz de reconocerlo. Tener un trastorno alimenticio es estar entre estos dos extremos e inclinar la balanza a uno de ellos.
Recuerdo la primera vez que escuché a esta parte enferma dentro de mí, tenía catorce años y con la mano en el abdomen, me prometí desaparecer mis supuestas lonjitas. Cada día que pasaba, la enfermedad se hacía más fuerte y comencé a realizar pequeños rituales que me otorgaban felicidad. Se volvió un juego el sentarme a la mesa y fingir que estaba llena o cenar abundantemente en navidad para después llegar a mi casa y tomarme ocho laxantes. Me envolví en la enfermedad y esta voz que tengo dentro, se llevó todo a su paso.
Hoy, después de cuatro años en recuperación, ese ser oscuro permanece dentro de mí, pero he comenzado a aceptar que no se irá nunca y que no es más que solo mi parte enferma. Definitivamente, tener esto es doloroso pero me parece aún más penoso, el permanecer como ahora y permitirle a este ser cruel ganar la batalla.
Hoy estoy más consciente de lo importante que es mirarlo de frente y desafiarlo, aunque a veces recaigo y pienso que la salud aún está muy lejos. Estoy en medio de un proceso difícil, pero como cualquier persona que sufre vivo el día a día, sin metas a largo plazo, con la esperanza de mejorar gradualmente y de alcanzar algún día una recuperación total.