– ¿Segura? ¿Te lo vas a comer? Pero eres gorda y con eso te vas a inflar como pelota. Recuerda que las mujeres hermosas no comen…
Tengo una voz que me habita desde niña y comenzó a manifestarse durante mi adolescencia. Es exigente y cruel; diariamente me recuerda que perder peso equivale a ganar felicidad; la he nombrado “la loca” ya que al menos tres veces al día me repite que la comida me hará engordar y que, si no le creo y como, sentiré una inmensa culpa.
Me ha perseguido con mayor fuerza los últimos diez años, durante los cuales mentí muchas veces, manipulé a los demás y escondí mis conductas enfermas. Pero la voz que me atormentaba nunca cambió su discurso – Si quieres triunfar, debes ser más delgada; si quieres ser feliz, ¡baja de peso!
Así fue como inició mi anorexia; en cuestión de meses logré disminuir notablemente de peso y aumentar proporcionalmente mi obsesividad. En cada comida era lo mismo: ¡Come menos !¡Adelgaza!¡son frituras!, ¡Haz más ejercicio!, ¡son carbohidratos”!
No puedo decir que la loca se pronunciara todo el día en mi contra; en ocasiones parecía permitirme disfrutar de una tarde con mis amigas, con mi familia o comer palomitas en el cine con mi hermana. Pero siempre regresaba mi obsesión por mantenerme delgada, mi frustración por no verme lo bien que yo quería, la restricción de los alimentos y otra vez a empezar… Así que caí en un círculo vicioso de restricción y purga que se agravó al extremo de no permitirme pedir ayuda.
La loca gobernaba mi vida; ella me indicaba cuándo y qué comer en cada momento del día; por las mañanas, por ejemplo, me exigía hacer ejercicio antes de desayunar o laxarme después de comer algo “prohibido”; pero de algún modo se volvió una amiga, una confidente a la que yo le hablaba cuando más sola, asustada y estresada me sentía. Ella, mentirosa, manipuladora y oportunista, se cebaba sobre mi autoestima dándome un extraño sentido de protección y haciéndome creer que yo tenía el control.
Después de un viaje y de la desinteresada ayuda de alguien, que siempre llega, entendí que debía parar y, por primera vez, pedí ayuda. Fue muy difícil enfrentar a mis papás y tratar de explicarles el infierno que vivía. Pero muy pronto me apoyaron pagando mi internamiento en una clínica especializada en atención a personas con trastornos alimenticios. Fui forzada a enfrentarme a mi más grande temor: la comida. Cinco veces al día me sentaba en el comedor a luchar contra la loca voz que habita en mí y con valor, me propuse desafiarla. A la par, tomaba terapias que me ayudaban a lidiar con mis pensamientos obsesivos. Durante mi proceso terapéutico entendí que había puesto tanto empeño en ser perfecta, que no dejé espacio para nada más; no había tiempo de atender mi baja autoestima, para sentir mi soledad o para elaborar el duelo por ese cuerpo que por más que intentara, nunca iba a tener.
Hoy, a cuatro años de mi primer internamiento, creo que he logrado construir otra voz, más amable y cálida. Después de todo, la loca me ha fortalecido, pues me obligó a resistirla, a luchar contra mis pensamientos autodestructivos y a mantener mi voluntad por vivir. He creado una red de apoyo con mis amigos y familiares para mantenerme en el camino a la recuperación y me ha forzado a conocerme, a asistir a terapia periódicamente y a entender por qué me he aferrado con uñas y dientes a un ideal de perfección, que naturalmente no existe. Me enorgullezco de la mujer que soy hoy, gracias a esta voz que antes, solía dominar mis días.