Pasé diez años de mi vida inmersa en un trastorno alimenticio y cuando conocí a mi terapeuta y le confesé mis conductas, me ordenó un internamiento inmediato. Había visto documentales acerca de clínicas de trastornos alimenticios y según yo, tenía idea de lo que sucedía en estos lugares. Me imaginaba gente en los huesos, tristeza y soledad. Llegué un veinticinco de agosto y antes de acceder a ser internada, pedí que me enseñaran la clínica. Al subir, me encontré con tres compañeras con cuerpos diferentes al mío y en ese momento entendí, que los trastornos alimenticios habitan en cualquier tipo de silueta.
Al acceder ser internada, me despojaron de mis cosas y me introdujeron al comedor para iniciar mi proceso de recuperación y comencé con lo que sería la primera de muchas comidas realizadas en la clínica. Al estar sentada intentando ingerir un pedazo pequeño de pollo, una de las pacientes me preguntó acerca de mi miedo al comer. Con cierta renuencia, le contesté que yo no le tenía miedo a la comida y de cierta forma, pensé no pertenecer.
Continúe intentando ingerir mi pequeña porción de comida y las pacientes me fueron introduciendo a la rutina de la clínica. Según me contaban, todos los días había diferentes talleres que tienen como finalidad analizar la enfermedad y mediante la comprensión del trastorno, poder alcanzar la recuperación. Dichos talleres eran cuatro veces al día, después de cada comida a excepción de cena. Asimismo, me explicaron que en la clínica se come cinco veces al día, con tres comidas fuertes y dos colaciones. Las escuché atentamente y no puede evitar sentir ansiedad caminar por mi cuerpo ya que no entendía cómo iba a sobrevivir dicho internamiento.
Terminé de comer y sentí mi cuerpo helado. Durante los últimos meses, había sentido frío en extremo y ninguna capa de ropa parecía hacerlo desaparecer. La enfermera me pasó una colcha y como una niña chiquita, me enredé en ella. Sofía, la terapeuta de base, nos habló a taller y las cuatro internas nos sentamos en una mesa redonda con un mantel naranja chillante. Aún atormentada por el pedazo de pollo que acababa de ingerir e intentando retener las lágrimas, Sofía nos preguntó cómo estábamos. Intenté articular alguna idea que expresara mi sentir, pero ninguna palabra alcanzaba para transmitir lo desolada que me sentía. El taller transcurrió y yo no pude concentrarme en las palabras de la terapeuta. Sentía que lo había perdido todo. La enfermedad destruyó la relación con mi familia y hermanos, abandoné mi trabajo y lo peor de todo, perdí mi identidad. La anorexia me había robado hasta las ganas de vivir y en ese lugar, se me dio la oportunidad de volverme a construir.
Durante los días que siguieron, me fui habituando a la rutina. Cada día era diferente, pero para mí todos se sentían igual. El resultado siempre era el mismo: el sentarme frente al plato de comida y derramar un montón de lágrimas. No entendía porqué alimentos que antes podía comer con gusto ahora me hacían llorar y en ese momento, no era capaz de comprender la magnitud del problema.
Los días pasaron y sin darme cuenta, llevaba un mes interna. Durante ese tiempo, enfrenté mis problemas con la comida y formé recuerdos que aún atesoro en mi memoria. Asimismo, descubrí que no solo le tenía miedo a la comida, sino que también, me había vuelto adicta al ejercicio y comer se me hacía imposible sin recurrir a este hábito. La vida en avenida dos era dura, pero tenía a mis compañeras y terapeutas tomándome de la mano para sobrevivir el internamiento y lograr recuperarme. En el transcurso de ese mes, comprendí el engaño que sucede en la anorexia; si constantemente estas pensando en comida, no hay espacio para sentir nada más. El trastorno alimenticio es un gran distractor y mediante las terapias, logré encontrar la raíz del problema. Me sentía tan inferior a mis hermanos y era tan exigente conmigo que había puesto todo mi empeño en ser la hija, hermana y maestra perfecta. También, invertí mi tiempo en alcanzar un ideal de belleza que prometía felicidad y en el camino, me perdí a mi misma.
Como me comentaron mis compañeras, los talleres de la clínica eran útiles, me ayudaban a comprender la enfermedad y entender el sistema que favoreció que cayera en las garras de la anorexia. También, la convivencia con mis compañeras de la clínica fue sumamente enriquecedor. Mediante nuestros diálogos, comprendí que no estaba sola y que había personas que estaban luchando contra los mismos demonios que yo.
Estuve interna un total de seis meses y aún hay días que extraño la vida en avenida dos. Añoro poder hacer una pausa y analizar mi sentir, expresar mis sensaciones al comer y mantener un riguroso plan alimenticio donde es imposible tener conductas propias de la enfermedad. Aún estoy en recuperación e incluso, la salud a veces me parece más lejana que la enfermedad. A pesar de ello, estoy orgullosa de la persona que me he convertido gracias a esta experiencia. Hoy, puedo decir que me he encontrado a mí misma, que conozco los lugares más recónditos de mi pensamiento y que he sacado al enorme monstruo que habitaba dentro de mí. Aquella estancia fue un parteaguas en mi vida y hoy he logrado reconstruir todas aquellas relaciones que, al ser internada, daba por perdidas. Logré reparar el vínculo con mi madre y mis hermanos, recuperé amistades que había descuidado por la enfermedad y encontré el amor en pareja.
Además, la clínica me enseñó a tener paciencia con mis propios pensamientos obsesivos y a pesar de que desearía ya no tenerlos, soy capaz de observarlos y dejarlos pasar. Hoy, estoy segura de que hay beneficios que emanan de la adversidad y mi estancia en avenida dos, número 94 es el vivo ejemplo de ello.