Todo empezó una tarde de enero cuando al probarme mi vestido de quince años, mi madre me dijo que tuviera cuidado con lo que comía ya que si engordaba, no cabría en él. Recuerdo que la alacena estaba llena de galletas oreos cubiertas de chocolate blanco y diariamente, ingería una después de la hora de la comida. En el momento justo después de comer, las palabras de mi madre resonaron en mi cabeza y decidí ya no comer postre. Quería verme linda el día de mi fiesta negándome a la vergüenza que vendría si subía unos cuantos kilos y me vi envuelta en una espiral de sucesos que derivaron en un trastorno alimenticio.
Entonces comencé a recortar más alimentos como las tortillas, el pan y los huevos con yema. Me sentía obligada a comer saludable y la presión por caber en una vestido de quinceañera se llevó lo mejor de mí. En poco tiempo, perdí peso y mis padres empezaron a notarlo. Pasó mi quince años y la obsesión únicamente aumentó. Preocupados me llevaron con un sinfín de nutriólogos y yo, en mi afán por mantenerme delgada, decía una mentira tras otra. Juraba haber seguido la dieta para subir de peso y fingía no saber porque semana tras semana, perdía más y más kilos. Incluso, logré que una de las nutriólogas no le dijera a mi madre mí preocupante peso y continuar de esa forma, con mis pequeños rituales al comer. Mi cabeza me decía que estaba ganando pero en ese momento no fui capaz de dimensionar, lo mucho que me estaba dañando.
El tiempo pasó y las conductas se normalizaron. Para mis padres y hermanos se volvió normal que no comiera a ciertas horas, que me negara a ingerir alimentos o que invirtiera todas mis mañanas en el gimnasio. Mi trastorno pasó desapercibido porque así deseé que sucediera y me aislé del mundo entero, recurriendo a la voz de la anorexia como mi única compañía. Manipulé y mentí, todo para proteger este ser que se alimentaba de la restricción y purga.
Pensándolo bien, no fueron las galletas ni las palabras de mi madre, era mi sentimiento de inferioridad, de creer que mi persona no era suficiente y que el amor que daba no era regresado en su justa medida. Era voltear en mi preparatoria y no encontrar ni un solo amigo al que podía contarle lo que estaba sucediendo dentro de mi. En el fondo, era el peligro que suponía el no pertenecer en ningún lugar, en sentirme sola y poco escuchada.
La enfermedad derivó de ese momento con mi madre pero el problema estaba lejos de ella. Los trastornos alimenticios son el resultado de la insatisfacción personal y para una niña de quince años, fui su presa fácil. Estaba sola y la anorexia, tan hábil y poderosa, tomó el control de mi vida. Por muchos años, mis conductas se derivaban de mi necesidad de estar delgada y no podía pensar claramente. Yo era el trastorno y todo lo que interfiera con mi meta de mantenerme en forma era escondido, manipulado o tergiversado.
Hoy, después de un sinfín de altas y bajas, de visitas urgentes al psicólogo y de negarme a comer lo mínimo indispensable creo que si pudiera cambiar un solo día de mi vida, sería aquel en el que enfermé. Cambiaría sin pensar dos veces el incesante conteo de calorías, la metódica forma de medirme con las manos y el deseo inamovible de bajar de peso. Cambiaría sin duda la locura que provino del simple deseo de encajar en un vestido y le diría a esa niña de quince años que la solución no está en las garras de un trastorno alimenticio y que el control que éste te da es tan falso como la momentánea felicidad que provoca el bajar de peso. Hoy, me encuentro en una posición privilegiada donde puedo ver de forma imparcial cómo sucedieron las cosas. Saber porqué enfermé me tomó años de trabajo en terapia y me parece penoso, que mucha gente teme ir al psicólogo por miedo a ahondar en sus propios pensamientos. Mi recuperación se ha dado gracias a una serie de esfuerzos entre mis terapeutas, familia y yo y ahora, soy capaz de detener ese espiral sin fin que derivó de una simple galleta oreo.