La enfermedad que existe dentro de mí.

Voy al cine y como palomitas. Antes de ir trabajar, paso por un café al Starbucks. Termino de hacer ejercicio y llego a desayunar huevo revuelto a mi casa. Voy de antro con mis amigas y me pongo una muy buena borrachera. Levanto el teléfono y pido de comer porque es fin de semana. A primera instancia mis conductas parecen normales, pero detrás de todo esto, se esconde un trastorno alimenticio.

Hay días que lo tengo claro y otros que lo niego rotundamente. A veces me pregunto si la anorexia existió o si solo ha sido producto de mi imaginación. Los recuerdos tienden a ser contradictorios y realmente enloquecedores.

Creo que es un factor en común de las personas con trastornos alimenticios: el crear consciencia de enfermedad. A veces pienso que no fue suficiente; que la enfermedad no me consumió hasta dejarme en los huesos y que, si hubiera estado más delgada, entonces las personas de mi alrededor me hubieran ayudado a tiempo. Después de analizarlo pienso que eso es justo el problema con los trastornos alimenticios; creemos que debe haber un determinado cuerpo para padecerlos y en realidad, solo los casos más extremos llegan ahí. Por años me balanceé entre la salud en la enfermedad; entre permitirme comer y sobre ejercitarme. Mantuve este juego por mucho tiempo y no fui capaz de visualizar el sádico laberinto al que me estaba metiendo.

El problema es que creí que era normal porque ¿qué mujer ama su cuerpo? Vivimos en una sociedad que nos enseña a despreciarlo, manipularlo y someterlo a estrictos regímenes alimenticios. Creemos que al habitar un cuerpo delgado seremos felices, envidiadas y superiores a los demás. Hay un deseo inamovible de delgadez, donde se cree que una persona delgada es una mujer exitosa, en control y segura de sí misma. En lo personal, mi anorexia se derivó de sentirme gorda todo el tiempo y ajena a mi propio cuerpo, de verme al espejo, odiarme y golpearme a escondidas como castigo por haber ingerido ciertos alimentos.

Fui internada en una clínica de trastornos alimenticios hace cuatro años y la psiquiatra aún se admira por mi actitud antes de ser ingresada. Según me cuenta, llegué creyendo que no tenía absolutamente nada y en mi negación pensé que en cuanto me vieran comer me dejarían irme. Para mi sorpresa, al segundo día de ser admitida, comencé a llorar con un pedazo de sandía; y a partir de ese momento, lloré frente al plato de comida durante todo un mes. No importaba el tipo de alimento, el resultado era siempre el mismo: el sentarme frente a la comida y derramar un montón de lágrimas. A pesar de la clara evidencia de que tenía anorexia, me tomó mucho tiempo comprender la enfermedad y hacer consciencia de ella. Para lograrlo, tuve que desmitificar muchas ideas creadas con el paso de los años y cambiar el concepto que tenía de esta enfermedad.

Primero, tuve conocer lo que significa vivir con dismorfia corporal y retar mi propia gordofobia. En mi delirio, veía en el espejo un cuerpo gordo e intentaba por todos los medios adelgazarlo para poder resolver mi propia insatisfacción ya que pensé que, siendo delgada, sería feliz. Con el tiempo fui capaz de comprender que el espejo miente y que evidentemente, no tiene nada malo habitar un cuerpo grande. También, tuve que entender que a pesar de que el peso sigue siendo un criterio de diagnóstico para la anorexia, diversos tipos de cuerpo pueden padecerla. Por este motivo, comprendí que esta enfermedad habita en la mente y el tamaño de cuerpo es solo consecuencia de la tortura mental a la que el paciente se somete. Por último, encerrada en la clínica, fui capaz de poco a poco desenredar el trastorno alimenticio. Comprendí que me sentía tan inferior al mundo entero, tan sola y responsable de los demás que olvidé quien era. La enfermedad atacó por primera vez a los catorce años y mi identidad se fue entretejiendo con las conductas del trastorno. Hice de la anorexia parte de mi y tuve que hacerme responsable de mis acciones, mis mentiras y propias manipulaciones para poderle quitar fuerza a este perverso ser.

Y después de seis meses interna y muchas confrontaciones comprendí que mis conductas eran producto de algo mayor y que detrás de ellas, había mucha tortura y sufrimiento. Entonces, pude ver claramente el enredo en el que viví durante los últimos diez años; ir al cine, comer palomitas para después llegar a mi casa y tomarme ocho laxantes; pasar por un café al Starbucks y ser lo único que iba a ingerir en el día; hacer dos horas de ejercicio para desayunar huevo únicamente hecho con claras y ya no comer a la hora de la comida; ponerme una buena borrachera y recriminármelo al día siguiente o levantar el teléfono para pedir siempre lo mismo: una ensalada.

El hacer consciencia de estas conductas me abrió paso a la recuperación y me permitió desmantelar el problema. A pesar de todo el camino recorrido, aún creo que hay mucho trabajo por hacer y necesito continuar retándome, cuestionándome y hacer consciencia de enfermedad. Honestamente, no cambiaría ni un solo segundo la salud por los ilusorios beneficios que trae la enfermedad. No regresaría ni por un momento a la anorexia, al estado perpetuo de hambre y al estar enredada en conductas que no comprendo. Por este motivo, hoy soy capaz de entender que la anorexia existe en mí pero que soy lo suficientemente fuerte para no darle el poder de dominar mis días.

Amante del té, las letras y la buena literatura. Sobreviviente de un trastorno alimenticio y orgullosa maestra de danza.

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Sobre mí

Sobre mí

Mi nombre es Lucía y vivo en una constante paradoja. En cuestiones de segundos paso de la euforia a la depresión, de la calma al caos y de la locura a la sensatez. Estos conflictos me han demostrado que las dualidades y contradicciones vienen a construir lo que significa vivir en consciencia y plenitud.

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