Estoy en el consultorio de mi psiquiatra en crisis. En el verano me percaté que llevaba casi una década luchando contra un trastorno alimenticio y las conductas se salieron de control. Tengo hambre y estoy desesperada. No entiendo nada y honestamente, necesito a alguien que me ponga un alto. Poco a poco, voy destruyendo todo a mi alrededor. En mi desesperación culpo a mis padres y hermanos, a la sociedad, a mi profesión y a mi misma. Me recrimino por no ser más inteligente, por creer la falsa idea de que adelgazando mi cuerpo sería feliz, por no pedir ayuda a tiempo y por negarme a hablar en cada sesión de terapia. Quiero ayuda y no sé como pedirla, entonces me dedico a apuntar, juzgar y señalar a todos los que me rodean. Una terapeuta especialista en trastornos alimenticios me ordena un internamiento inmediato y lo único que siento es miedo. Miedo y hambre.
Le digo a mi psiquiatra que me han recomendado internarme y me dice que no es necesario, que con pura terapia saldré adelante. Sé que no es así, que este problema es más grande y únicamente yo se el infierno al que me he sometido los últimos diez años de mi vida. No lo contradigo, pero tampoco le creo, entonces me dedico a callar y enredar mi brazo con la circunferencia de mis manos. Me aseguro de que mi dedo índice y gordo alcancen a rodear mi brazo y suspiro aliviada al lograrlo. Me armo de valor y le digo que no puedo hacerlo, que esto se me está saliendo de las manos y que no puedo permitirme subir de peso sin tener la ayuda adecuada. Insiste en que el puede ayudarme, pero ya no quiero su ayuda, ha llegado demasiado tarde, ¿qué no ató cabos cuando le dije que no me gustaba comer y me sentía gorda? Parece leerme la mente y dice: ve a la clínica y observa a las pacientes, eso sí es estar enferma.
Siento un miedo aterrador y me cuestiono qué me voy a encontrar al llegar ahí. Pienso que tal vez si fuera más delgada, entonces hubiera recibido la ayuda adecuada. También, pienso en todas las películas en las que he visto ingresos hospitalarios y eso solo ocasiona que mi angustia incremente. No sé que esperar, pero lo que sí se es que ya no puedo seguir viviendo así… con mi propia mente atacándome.
Me levanto del sillón y me voy pensando que ni siquiera un profesional con años de experiencia puede entenderme. Me refugio en mi terapeuta que insiste que me interne y en la última sesión previa a mi valoración me dice: prepárate y tráete tu maleta. La contradigo diciéndole que yo no me voy a internar, que no estoy lo suficientemente mal y que la simple idea de una clínica de trastornos alimenticios me aterra.
Llego un veinticinco de agosto a la valoración. Sigo hambrienta y con miedo. La nutrióloga me dice que no estoy ni cerca del peso que le he dicho y la psicóloga me diagnostica como un caso crónico de anorexia. Pido ver el lugar y me dan un recorrido. Al presentarme a las pacientes, veo tres chicas con cuerpos muy diferentes y me cuestiono si los trastornos alimenticios habitan en cualquier tipo de silueta. Accedo a ser internada y me despojan de mis cosas para ingresarme al comedor. El temor parece infectar hasta lo más profundo de mi alma. Estoy sola y lo único que quiero es un abrazo de mamá, de esos que borran todo el dolor que estoy sintiendo.
Termino de comer, pido una cobija y me enredo en ella. Le pido a Dios o a cualquier poder superior que me saque de mi sufrimiento, que me explique porqué los últimos dos meses no he podido comer y me haga entender las circunstancias que me han traído hasta aquí. Una psicóloga nos llama a taller y arrastro las piernas hasta una mesa con un mantel naranja chillante. Me siento al lado de mis compañeras y pienso en las palabras de mi psiquiatra, ¿qué no debería notar la diferencia entre ellas y yo? ¿qué no se supone que ellas si están enfermas?
El taller transcurre y no puedo concentrarme, lo único que siento es el pavor apoderándose de mis venas. Mis peores pesadillas se están volviendo realidad. El taller termina y la enfermera me acompaña para que me bañe. La siento como una intrusa, vigilando cada paso que doy. Termino de bañarme y recuerdo que no hice mi maleta. Debí de haberle hecho caso a mi terapeuta. Pido un pijama y una de las internas me presta la suya. La veo y dudo entrar en ella, a mi parecer, esta chica es sumamente delgada. El pijama me queda a la perfección y suspiro aliviada. Tal vez si esté enferma, no lo sé.
Me asignan una cama y me meto en ella. Sigo teniendo miedo. Todo es nuevo: el lugar, los olores y las personas. Me percato que mi cuerpo está helado y volteo con la interna que está en la cama al lado de mi.
-Tengo frío- le digo aguantándome las ganas de llorar.
Mi compañera se levanta y de un closet saca una cobija más. Con un gesto casi maternal me envuelve en ella y me da las buenas noches.
Me doy cuenta de que por primera vez en una década se me está dando la oportunidad de volverme a construir, de entender mis decisiones de vida y analizar las conductas que me han traído hasta aquí. Entonces, suspiro y dejo de tener miedo. Estoy en el lugar indicado.