Es jueves por la mañana. Abro los ojos y desde el primer parpadeo sé que será un día difícil. Todo me pesa: las decisiones del futuro, la incertidumbre del presente y los errores del pasado. La ansiedad cae sobre mí y me hace sentir completamente indefensa. Me volteo y apago una vez más la alarma, esperando que en diez minutos mas el malestar pase. El tiempo transcurre y lo único que hago es sacar la mano que está debajo de la colcha para aplazar diez minutos más la alarma. Dan las diez de la mañana y aún no puedo recoger la suficiente valentía para levantarme y desayunar; el día parece haberse tornado completamente gris. Tengo una cita importante más tarde por lo que intento levantarme y comenzar mi día pero por mas que intento, no puedo salir de debajo de las colchas. Parece que mi frágil equilibrio está manteniéndose solo porque estoy acostada.
Dan las once de la mañana y entiendo que el malestar que estoy sintiendo no se irá pronto. Tomo el celular y aplazo la cita, me volteo y me vuelvo a dormir.
Me levanto y comienzo a llorar, las lagrimas salen a chorros y no puedo pararlas. Después de tanto tiempo en terapia, entiendo lo que me está pasando y sé que es un sentimiento que también pasará. A pesar de mi comprensión, estos momentos de fragilidad me hacen sentir débil… como si mi fortaleza como mujer se viera invalidada por unas cuantas lagrimas.
Recojo la suficiente valentía para salir de la cama y pararme para ir a la cocina. Siento el estómago pequeño y no me dan ganas de desayunar pero se que este es justo el momento en que debo sobreponerme a la enfermedad y comer, así que agarro un plato de cereal y me lo como con descontento.
Regreso a la cama y pienso en mi terapeuta y en la cantidad de veces que me ha dicho que debo crear redes de apoyo; generar confianza en mi novio, papás y amigos para sobrellevar los malos días. Tomo el teléfono y en lágrimas le marco a Rodrigo, entre sollozos le explico que estoy teniendo un mal día y su voz es suficiente para calmarme un poco. Me escucha y me deja llorar y con su temple que lo caracteriza me dice que me ama, sobre cualquier circunstancia. Termino de llorar y cuelgo el teléfono, me enredo en las colchas y me vuelvo a dormir.
Dan las dos de la tarde y llega Rodrigo a comer. Me trae un café del starbucks, un americano con leche de soya que hace que el mal momento sepa un poco menos amargo. Me abraza y besa con tanta calidez que recuerdo porque todo el esfuerzo ha valido la pena; no solo por el hecho de tener un hombre maravilloso a mi lado, sino porque la recuperación me ha permitido vivir en plenitud y experimentar todas mis emociones, incluso estas tan desagradables.
Entonces entiendo que esto es solo un intento de la anorexia de retomar otra vez el control, esos momentos difíciles que me hacen cuestionarme el porqué de mi recuperación y momentáneamente recaer en viejas conductas. Me seco las lágrimas y me siento a comer con Rodrigo entendiendo que su afecto y el de todos los que me rodean es suficiente para salir adelante.
Aprendo a verme con compasión, sabiendo que llorar un día por la mañana no me hace menos fuerte, solo me hace un ser humano, con una amplia gama de emociones. También agradezco el amor inquebrantable de Rodrigo, de mi familia y amigos, que me han enseñado, a través de sus ojos, a verme con una mirada mucho más compasiva.
Hoy fue un día gris y probablemente haya más en mi futuro pero también habrá días buenos y ahora sé cómo apreciarlos y disfrutarlos al máximo.