Cuando tenía siete años, mi papá fue diagnosticado con cáncer y ese fue el inicio de la debacle de mi vida. Su enfermedad hizo que mis papás tomaran la decisión de irse a tratar la enfermedad a Estados Unidos, lo que ocasionó que me separará de ellos por seis meses. Él murió cuando yo tenía 11 años; posiblemente su muerte detonó algo en mí y años después, fui diagnosticada con distimia. La distimia o trastorno distímico es un desorden afectivo que aparece como un tipo de depresión, menos severa, pero más crónica. Al escuchar de este trastorno, en lugar de desbordarme, sentí una profunda paz. Por primera vez, el mundo cobró sentido y entendí que lo que experimentaba era sólo un síntoma de algo mayor. Por años, tuve señales de esta enfermedad y viví en la inconsciencia; no fue hasta hace tres años que cambié de terapeuta, que logré ser diagnosticada propiamente. A veces me regreso a mi historia y empiezo a pensar en mis acciones, en lo que sentía y cómo actuaba y me doy cuenta de lo mal y desconectada que estaba y desde dónde voy cargando con mi propia historia.
La distimia, en mí, se manifiesta mediante la culpa y ella ha marcado gran parte de mi vida adulta. La realidad es que vivir así es muy cansado. Durante mucho tiempo sentí que era una persona mala por querer o desear cosas que a otros se les daban “muy fácil”; que no merecía nada bueno por envidiosa y no saber aprovechar las oportunidades que se me habían presentado y que para que me pasaran cosas “buenas” tenía que luchar conmigo misma para ganarlas.
A la edad de veinticinco años, encuentro al que ahora es mi psiquiatra. Él me recomienda medicarme para controlar los síntomas. Mi entonces psicóloga lo contradice y me dice que no lo sugiere. En ese momento comprendí el gran tabú que existe alrededor de las medicinas psiquiátricas y decido cambiar de terapeuta para comenzar con la medicación. Al principio fue complicado, estaba con mucho sueño y adormilada; tuvo que pasar un tiempo para encontrar la dosis perfecta. A la par, tomaba mi terapia. En un inicio, sentí mucho coraje hacia mi anterior terapeuta, en otras ocasiones dudaba del tratamiento actual. Hoy en día, mi psiquiatra me transmite mucha tranquilidad y sus palabras las escucho más sensatas; siento que por primera vez estoy tomando una terapia dónde me siento comprendida y cuestionada, pero, sobre todo, escuchada.
Actualmente continúo luchando contra mis propios demonios y he tenido que tener mucha paciencia. Volteo a mi alrededor y veo a mis amigas casándose, teniendo éxitos profesionales y esto me hace cuestionarme por qué yo todavía no estoy ahí. Aún cargo con culpa, baja autoestima y una sensación perpetua de no merecer absolutamente nada. Sin embargo hoy lo veo con otros ojos, siendo capaz de respetar mi propio proceso de sanación.
En la escuela siempre he sido de muchos amigos. Creo que se me hace fácil pretender que todo está bien y fingir con una sonrisa. A veces, soy muy tímida y me da pena socializar, pero descubrí que con un trago en la mano todo se vuelve más sencillo. Hubo épocas en las que tomaba muchísimo alcohol y esto provocó un corto circuito con mi padecimiento. Tomaba tanto que al día siguiente no me acordaba de nada y podía inventar terribles historias acerca de lo que había sucedido, situaciones que evidentemente, estaban lejos de la realidad. Por este motivo, mi psiquiatra me recomendó que dejara la bebida. Un día, les escribí a mis amigas diciéndoles que iba a reducir mi consumo de alcohol y que necesitaba que me comprendieran y ayudaran.
Desde entonces, tengo claro que la bebida ha sido un medio en el cual me apoyé para ignorar mi falta de confianza y que era sólo un mecanismo de defensa que me permitía hacer, sentir y decir lo que verdaderamente sentía y pensaba. Ahora lo manejo mucho mejor, aunque a veces se me sigue pasando la mano, pero creo que tener este problema consciente me ha permitido mejorar poco a poco mi dependencia.
A raíz de este esfuerzo, pude encontrar otras cosas que disfruto como salir a la naturaleza o escribir y creo que fue éste, el proceso que me llevó a conocerme, a descubrir mis gustos y pasiones.
Otra decisión que tomé desde mi desconexión con mi vida fue la elección de carrera. Cuando empecé a cursar mi grado profesional, tenía diecinueve años y no sabía qué escoger. Mi mamá sugirió que estudiara administración de la hospitalidad y cómo me sentía realmente perdida, decidí estudiarla en la IBERO. Entonces, la culpa tomó más fuerza; me sentía muy mal por no encajar o no tener nada interesante que aportar.
A veces me cuestiono, por qué la enfermedad no llegó más fuerte. Honestamente, no tenía motivación para imaginar un futuro, mis promedios eran pésimos y no tenía interés alguno. Aún sintiendome así, me sentía incapaz y poco merecedora de renunciar a la carrera y me era imposible plantearme otro camino. Además, la culpa, como siempre, me rebasaba.
Lo que me ha ayudado a tener más conciencia de esta enfermedad es aprender a observar los sentimientos que me llegan sin apegarme a ellos; desde la culpa, el amor, la incertidumbre o el cansancio.
Eso me ha ayudado a tener una mejor comprensión de la distimia y a “apapacharme” en los malos momentos. Saber que el sentimiento no es permanente y así como llegó, también se irá.
Tengo, gracias a Dios, una familia muy unida que ha contribuido enormemente a mi recuperación. Soy la hija pilón de tres hermanas; somos tres mujeres fuertes y que a debido a nuestras propias circuntancias personales, nos encontramos siempre abiertas al diálogo. Entienden que en el día a día vivo con mucha ansiedad y platican conmigo cuando lo creen necesario. Al final del día, creo que cada quien es responsable de sí mismo y este es un tema que aún trabajo en terapia. Ahora me doy cuenta que hay esperanza; que eventualmente sanaré y que, si me permito sentir amor propio, sí podré lograr lo que me propongo.
Ahora, al levantarme por las mañanas, me siento mejor y me apego a las actividades que me hacen sentir bien. Ya tengo intereses y ganas de buscar y explorar. Soy una persona que ha encontrado en su lado espiritual, un camino que le ha dado sentido a la vida. Hace dos años y medio, estuve en el Instituto Humanista Gestalt estudiando desarrollo humano y también online en una escuela de desarrollo transpersonal y por ahí me empecé a desarrollar. Definitivamente, este camino espiritual ha sido lo que me ha ayudado a reducir mis síntomas y a disminuir la dosis de los medicamentos psiquiátricos. Además, he descubierto que el yoga me ha ayudado muchísimo, porque he podido experimentar a través de mi cuerpo y la respiración, la teoría aprendida tanto en el desarrollo humano como en lo transpersonal.
Mi proceso terapéutico me ha dado el aprendizaje de valorar cada momento y dar las gracias por poder estar viva y estar bien; he aprendido a observar, analizar, interiorizar y después reaccionar. Me ha ayudado a decidir qué quiero y para qué lo quiero. Honestamente, le he dado un sentido a las cosas.
A veces pienso en las personas que sufren y me gustaría transmitirles que como una sobreviviente de distimia, sé lo difícil y agotador que puede ser. Les diría que busquen a su alrededor; seguramente hay gente que está pasando por lo mismo. Somos una comunidad formada por muchas personas y siempre habrá alguien dispuesto a ayudar en lo que se pueda y, sobre todo: a escuchar. Las enfermedades mentales no son cualquier cosa y todos deben sentirse libres de acceder a los tratamientos adecuados para sanarse y sentir la paz y la felicidad que acompañan el estar bien.
Rejas
28 años